26 marzo, 2012

Casa de muñecas



 Como toda niña de mi generación, yo tuve una casa de muñecas. El techo a dos agua, con sus tejas coloradas y una columna de chimenea. La puerta de entrada, muy bellamente decorada: en la planta baja el salón: comedor y la cocina. Dos grandes ventanales y la bella escalera de caracol que sube a la segunda planta. Allí están las dos habitaciones y un baño. Las habitaciones con diferentes colores y cada una con una ventana. Era grande o quizá en mi pequeñez yo así la percibía. Adentro tenía todo el mobiliario, las cortinas. ¡Mi casa de muñecas era espectacular! Debo hacer sido una niña muy correcta para que el niño Jesús me premiara con semejante regalo.

Mi madre, también fue única hembra de cuatro hijos y al casarse se negó a abandonar a sus ancianos padres, por eso vivíamos en la casona de mis abuelos maternos, en La Pastora. Por supuesto que la casa de muñecas estaba en mi cuarto, en una mesa especialmente acondicionada para ella. Mis dos hermanos compartían habitación... Primero falleció mi abuela y mucho más tarde el abuelo, quien hasta sus últimos días mantuvo el huerto que tenía en el patio trasero. Menos mal que nuestra casa era grande y todos cabíamos cómodamente, en especial cuando venía el tropel de tíos y primos al almuerzo dominical. Siempre se servía la mesa después de mediodía, porque primero había que asistir a misa. Para la ocasión se abría el comedor principal con su gran mesa y allí exponían el condumio preparado entre la cocinera y mi mamá. Luego la larga sobremesa; los adultos masculinos aprovechaban para conversar de política o jugar dominó. Las damas intercambiaban las últimas novedades en modas o enseres, llegados a nuestra todavía provinciana capital. Mis hermanos y primos, correteaban por toda la casa jugando al gárgaro malojo. Nosotras: mis dos primas y yo, nos entreteníamos con la casa de muñecas.
Ahora a la distancia, se podría considerar que mi parentela era de esos que antes llamaban de buena familia, es decir gente de bien: trabajadora: honrada, cristiana practicante tanto en sus creencias como en ayudar a los demás y de correctas costumbres. Tampoco faltaba en esas familias la oveja negra y nosotros no íbamos ser la excepción. El tío Ramoncito gallero connotado, era el encargado de empañar nuestro honor. Según escuchaba yo decir, nunca se casó y vivía amancebado. Lo que eso significa, lo vine a entender después de adulta.
 Con el correr del tiempo, mi mamá trató por todos los medios de mantener el encuentro familiar dominical, pero la verdad es que a la falta de la matriarca -mi abuela Filomena- los domingos familiares se fueron distanciando. Uno se ausento a otra ciudad por cuestiones de trabajo y se llevó a la familia. A mis hermanos los enviaron a estudiar al exterior. Las  primas se fueron casando; a la final el único que siempre se mantuvo firme fue el tío Ramoncito, hasta que un buen día dejó de visitarnos, debido a que lo metieron preso varios meses por una reyerta en la gallera de San Agustín.  
Mamá tan tradicionalista y apegada a sus costumbres mantuvo la casa en las mejores condiciones posibles, pero fue clausurando cuartos y salones. El último festejo que allí se celebró fue mi graduación. Después me marché a hacer una especialización y mis padres quedaron prácticamente solos. Al enviudar mi papá no quedó otra alternativa que pensar que haríamos con la casona. La falta de la mano femenina se notaba en su paulatino deterioro. Mis hermanos eran  partidarios de vender. Yo a punto de casarme, consulté con mi futuro marido y tomé la valerosa decisión de irnos vivir ahí, hasta tanto mi padre existiera. Nunca imaginé, porque de muchacha  no me daba cuenta de estos asuntos, lo trabajoso que es mantener una casa de este tipo en la Caracas actual. Atendí a los consejos del arquitecto y restauré el gran comedor: los pisos de mosaico y se adecuó parte de la casona a nuestras necesidades. El resto quedaría para luego… Al entrar a mi antigua habitación de golpe me cayeron encima todos los recuerdos de mi infancia y juventud. Me senté al borde de la cama y mirando arriba, mirando abajo: las ventanas, las paredes con sus cuadros, la estantería de mis libros. Cuando vi la casa de muñecas, sentí mucha nostalgia... Tras un momento de abstracción me arrodillé ante ella, como hacía cuando niña y jugaba. Cuantas deliciosas horas pasé yo entretenida allí, sola o con mis primas.
  Tres generaciones pasaron por aquí. La ciudad se fue expandiendo. Muchos inmuebles vecinos cayeron. Llegó un momento en que el estado nos conminó a desalojar porque abrían una nueva avenida. Hubo que acatar el mandato del tribunal, el cual nos pagó un justo precio… En el plazo estipulado para efectuar la mudanza, embalé lo que consideré valioso. También opté por fotografiar las dependencias restauradas. Luego en mi cuarto –que había dejado para último- con parsimonia desarmé la casa de muñecas. La guardé meticulosamente con todos sus adminículos: ¡No la voy a botar! Ella es la esencia de todos mis recuerdos. 
Caracas, noviembre 2011 
Ilustración sacada de la Web.







1 comentario:

Anónimo dijo...

Lindo cuento. Las remembranzas infantiles en definitiva moldean nuestra personalidad, nuestros sentimientos. Son un tesoro. Comprendo que la imagen de la casa de muñecas resultara tan grande para la protagonista, como lo manifiesta, en relación a su tamaño. Cuando yo era niña, en casa de mi abuela me daban unas hallaquitas de maíz "enormes". Mis manos tampoco las abarcaban. ¿Y qué me dices de Valentina, la niñita de seis años que me dijo en mi cumple que yo parecía (no de 15, como le dijeron en broma)sino de 39 años, quizás refiriéndose a un siglo?
Precioso el cuento. Espero más como éste.
Abrazos, Mymi.