01 octubre, 2009

La dote de perlas



“Que emoción más grande: ir viendo nacer un nuevo mundo, lo mismo que nace la mañana cuando sale tras los montes." Germán Arciniegas (Biografía del Caribe, 1993)

Yo nací con el nuevo mundo; aquí vinieron a parar mis padres –malageños de nacimiento- con las primeras naves españolas que se adentraron en estos parajes inhóspitos. Mis progenitores, en busca de mejores oportunidades y gracias a la necesidad de poblar los nuevos asentamientos de la corona, recalaron en esta rica provincia, que los nativos llaman Cubagua, poblada de indios güaiqueríes, negros esclavos, unos cuantos españoles aventureros y sus descendientes. A la isla anclada en un hermoso mar, su graciosa majestad Doña Juana puso por nombre Nueva Cádiz de Cubagua. Yo me llamo María del Socorro, en honor a mi abuela paterna que hubo de quedar en el continente y ésta es mi historia...

Como ya estuvo dicho nací en Nueva Cádiz; una villa que fue creciendo –gracias a su próspera economía- hasta convertirse en una modesta ciudad colonial con casas de calicanto tejas y piedra, la casa del Alcalde Mayor, la iglesia y una plaza que también sirve de mercado. Fui la segunda de cuatro hermanos: tres varones y yo la última de la prole. Nuestra vida oscilaba entre la tranquilidad y la zozobra cuando la isla era asolada por bucaneros franceses, o por las razias de los caribes. Del resto, al llegar la calma, junto a mi madre nos ocupábamos de las labores del hogar: ir a misa, al mercado y alguna que otra vez frecuentar las otras pocas familias españolas aquí establecidas. Mi padre, convencido de que debía defender mi integridad física me enseñó a utilizar el arcabuz –con el cual podía a duras penas- contra cualquier francés que me topara. Empero, mi salida más aventurada era ir sola hasta la plaza del mercado cuando llegaban los cargamentos de mercadería, incluidos los esclavos. Para mí era una fiesta ver los enorme galeones que descargaban perfumadas frutas, carnes saladas –lo único fresco era el pescado de nuestro mar- barricas de aceitunas, brocados, variados enseres y los negros y negras semidesnudos encadenados.  La vida venía de fuera; para todo se dependía de la Real Audiencia de Santo Domingo. Aquí sólo había perlas, perlas y más perlas, para explotar y mandar a España. La ciudad crecía y fue preciso amurallarla para evitar los ataques de piratas. Cada vez venía más gente atraída por el negocio de las thenocas y el tráfico de esclavos. Era tanta la extracción de madreperlas que cuando soplaba la brisa marina, llegaba a la ciudad desde el otro lado de la isla, la pestilencia de las ostras que luego de escogidas, se desechaban apiladas en grandes montañas de conchas que se descomponían al sol. Con éste comercio, mi padre pronto se enriqueció y llegamos a formar parte de una de las familias más prominentes... Aquí es donde entra a participar en mi vida una mujer que supliría –con el correr de los años- la falta de mi madre. A causa de que ella, debido a su precario estado de salud, necesitó de más ayuda para el mantenimiento del hogar convencimos a mi padre para adquirir una esclava. Compramos en el mercado una joven de la etnia zulú, nacida esclava en la Martinica. Fue en una fecha cercana a la navidad de 1538 o 39, no recuerdo bien, por lo que mi devota madre la hizo bautizar con el nombre de Natividad y llegó para quedarse en nuestra casa. Se le habilitó un cuartucho en el solar, a diferencia de los esclavos aherrojados quienes dormían en un barracón aparte, lejos de la casa principal.

No sabría decir que edad tenía Natividad cuando llegó a nuestras vidas. Por su porte y dentadura completa se deducía que era joven y sana, aunque mayor que yo. La acción de “civilizar” a Natividad a las usanzas españolas no fue fácil y me tomó años. Comenzamos por tratar de cubrir sus desnudeces; si vestir se entiende por un sayo de mezclilla atado con un cordón en la cintura y sin ningún tipo de calzado. Mis nociones de escritura y lectura eran rudimentarias y mi madre era totalmente analfabeta. Al devenir los años Natividad aprendió el castellano a los trompicones, a cocinar nuestros condumios y asimilar a regañadientes y sin que por ello dejara de practicar sus rituales paganos, nuestra religión. Madre falleció de penosa enfermedad debido a una fiebre tropical –la verdad es que su organismo nunca se adaptó a este clima- y la esclava se nos hizo cada vez más indispensable. A estas alturas, la sumisa ya vivía dentro de la casa, vestía los trapos heredados de mi madre y usaba calzado; además aprendió a usar la cuchara de palo y comíamos juntas en la misma mesa. Todo lo compartíamos, éramos inseparables ya que siempre permanecíamos solas encerradas en el caserón. Debo confesar que también yo aprendí de Natividad. Me enseñó como mezclar las hierbas del pequeño huerto que teníamos en el corral, para hacer emplastos medicinales y a hacer la torta de casabe de los indios. Mi hermano el mayor, cuando alcanzó los veinticuatro años se casó con una española que habitaba en la isla de Margarita y allá se fue a vivir del tráfico de esclavos. Mi padre se vio muy contrariado por esta decisión que le trastocaba los planes de la heredad y su salud se afectó considerablemente. Prácticamente la huida de mi hermano mayor, puso a mi padre en ascuas por lo que podría suceder conmigo. Pensando quizá que mis hermanos menores seguirían el mal ejemplo del primogénito y me dejaran desamparada en cualquier momento, me llamó aparte y me entregó un pequeño arcón lleno hermosísimas perlas, con un oriente como jamás había visto, diciendo: Esto es para tu dote. No te deshagas de ellas hasta que llegue el momento. Cuando él murió aún no se había resuelto lo de mi casorio y eso que ya estaba en edad de merecer, pero las previsiones ya estaban tomadas. Mis otros dos hermanos continuaron con la explotación de perlas y yo con mi rutinaria vida al lado de Natividad.

Al sobrevenir el agotamiento de los ostrales de Cubagua, la poca gente que para ese entonces allí vivía comenzó el éxodo hacia la cercana isla de Margarita. Mis hermanos tomaron la sabia decisión, antes de terminar en la ruina, de mudarnos también. Entonces una mañana partimos con nuestros bártulos en una barcaza a reunirnos con el primogénito de la casa. Digo que fue una sabia decisión porque meses después de estar instalados en Margarita, un terrible maremoto asoló Nueva Cádiz. Nos llegó noticia que no quedó alma viviente ni construcción en pié. Si mal no recuerdo fue en el año de 1542 ¡La naturaleza remató lo que habíamos hecho los humanos! Ya para ese momento, mis hermanos establecieron tienda aparte. Natividad y yo fuimos a vivir con ellos. Con el correr del tiempo, entraron en negociaciones de importación de mercadería provenientes de las islas del caribe, principalmente de la Guadalupe. Fue así como conocí a Hugo Delvall, en una cena que preparamos Natividad y yo para el socio de mis hermanos.

Delvall es como yo hijo del nuevo mundo. Nacido y criado en la Guadalupe, hijo de un explorador francés –que anteriormente había pasado por Brasil- desaparecido tal como había aparecido y de madre criolla. Solterón, de mediana edad, letrado y comerciante. Con su barco de medio calado saltaba de aquí para allá por todas las islas del caribe, comprando y vendiendo cuanta cosa pueda ser comprada y vendida. El mitad francés, otrora nuestro enemigo, se introdujo en la familia y más de una vez fue invitado a tomar infusiones, con la anuencia de mis hermanos que veían en él la realización de mi ansiado casorio.
Pensarlo y realizarlo fue uno solo. La dote la aporté yo con mis perlas y desposé a Monsieur Delvall quien me doblaba la edad. El gesto de pagar mi dote, me dio cierta prevalencia a la consideración de mi marido. Me mudé a la Guadalupe y por supuesto llevé a Natividad conmigo. Mi esposo un hombre gentil y próspero, me instaló cómodamente en la enorme casa de su fundo en las afueras de la ciudad. Allí tenía muchos esclavos y hectáreas y hectáreas de un novedoso cultivo, oriundo de Africa y bien ambientado en nuestros trópicos: caña de azúcar para producir melaza.

De casada mi vida cambió radicalmente, en el sentido de que ya no tuve que pasar privaciones. Mi esposo puso a mis disposición un séquito de servidumbre y comodidades que nunca pensé tener. Dada la consideración que me dispensaba, me permitió aprender a leer y escribir correctamente castellano y francés. Luego pude enseñar a nuestros hijos las primeras letras. En ese entonces, Natividad se ocupó única y exclusivamente en ayudar a la crianza de los niños; eran suyos por la devoción que le dedicaba. Así fueron llegando tres niñas y un niño para beneplácito de la familia. Ella creía que no era fértil, pues me contó una vez que a pesar de haber sido varias veces abusada por sus anteriores amos, nunca dio frutos. Pasados los años mi hermano mayor –que acrecentó su haber- volvió a España. Los otros dos, se casaron con criollas y permanecieron en la isla de Margarita. Delvall ya no navega, él provee la melaza y mis hermanos la distribuyen en el caribe o la mandan a España.

Estos son mis recuerdos de Nueva Cádiz y sus perlas. Nuca intentamos ir a Europa. Nada añorábamos de allá. Devall, Natividad, los cuatro hijos que tuve y yo somos de este mundo. Nuestra es la exuberancia de la naturaleza: el mar, las palmeras, las montañas y sus colores, la variada comida y sus múltiples sabores, la sangre mezclada. ¡En el viejo mundo no hay nada que descubrir! Cuando Natividad ya anciana me abandonó, la lloré más que a mi propia madre. La hice enterrar en los predios de la hacienda bajo una mata de coco…. Eran los albores del nuevo siglo y el mundo se ensanchaba.


CCS.octb-2009

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