25 noviembre, 2008

Legajos.





El bogado Quijano; regordete, gruesas gafas, maletín repelto, especializado en derecho sucesoral, se adentró en el laberinto de pasillos con altos anaqueles donde reposan los antiguos Libros de Registro y legajos abandonados. Buscaba títulos de propiedad para la solución de uno de sus pleitos.

No era nada inusual verlo frecuentar la oficina del Registro Público. Todos allí lo conocían, así que a nadie llamó la atención que esa tarde el abogado Quijano rebuscara –con la dedicación de un amanuense medieval- en los documentos polvorientos. Lo único extraño fue que el letrado llevara en un bolsillo de su gabardina un carrete de cordel. A todos llamó la atención verlo atar la punta del cordel a la pata de uno de los anaqueles, pero antes que le preguntaran dijo nerviosamente: es que la última vez casi me pierdo entre los corredores y me dio claustrofobia. Nadie comentó nada más y el personal continuó en su ajetreado lleva y trae. Quijano se puso en autos.

A medida que avanza expurgando folios el carrete se desenrolla lentamente. Las luces del depósito de anaqueles se encendieron y Quijano se percató de lo avanzado de la hora. ¿Hay alguien allí? gritó, pero nadie respondió a su llamado. Volvió a intentarlo, hasta que se enteró de que estaba solo en el lugar. ¡Se marcharon todos y me han dejado aquí encerrado! Una súbita angustia lo invadió. Los documentos que tenía en las manos, fueron a dar al piso. Comenzó a sudar frío y a faltarle el aliento. En un gesto automático se zafó la corbata. Agachado trató de recoger los papeles esparcidos. Tuvo la feliz idea de buscar en su bolsillo el carrete que lo sacaría de la maraña de estantes. Efectivamente, allí estaba casi consumido. Haló de la tira, haló otro poco y cual no sería su sorpresa al percatarse que sólo tenía en la mano un pedazo de cordel…

El abogado Quijano, no tuvo un detalle en cuenta: los ratones que pululan en el depósito del Registro Público.


Caracas, 1999

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