06 julio, 2008

Alegato.


Su Señoría, permita usted que mi defendida haga un último alegato por su causa, antes de dictar sentencia. No es lo usual, pero le concederé unos minutos: ¿Señora, qué tiene usted que decirnos?

Verá usted su Señoría y señores integrantes del jurado. No pido clemencia, sólo deseo expresar aquí los motivos que me llevaron a cometer tan abominable crimen:

Me casé siendo muy joven, siguiendo los consejos de mi señora madre: busca un marido, serio, responsable, trabajador, de su casa. ¡Mi pobre madre nunca pensó que ese fue el peor consejo que me ha podido dar! Así creyendo haberlo encontrado, desposé -joven, enamorada y tonta- al que fue mi marido por varios años. Doce largos años en los cuales compartí el peor de los suplicios. Lo más insensato que puede hacer una mujer ante el altar, son votos de eternidad con este tipo de individuos.

Los síntomas de mi marido se hicieron visibles a los pocos meses de casados: lacónico, de pocas risas y divertimentos. Indiferente ante cualquier intento lúdico o licencioso de mi parte. Para él una “salida” significaba acompañarme al automercado a hacer las compras. Una “cena especial”, consistía en pedir pizza a domicilio. Finalmente –inocente yo- me percaté que mi marido pertenecía a la camada de hombres que no poseen ninguna graciecita ni inventiva. Son perdidamente rutinarios y desaboríos de nacimiento. Infiero que debe ser una tara genética, ya que el asunto no tiene cura y se incrementa con el correr de los años, como es de esperarse. O sea que mi esposo era un adelantado a su época senil. Paradójicamente, resulta que hasta motivo de envidia era yo entre mis amigas casadas, que no habían corrido con la “suerte” de tener un marido “tan casero”.

Yo me iba transformando en un ser anodino, sin ganas de vivir, sumisa y dependiente. ¡Mis mejores años carcomidos por el tedio! Él entre tanto, no hacía nada por introducir ideas innovadoras que aliviaran la carga matrimonial, ni sacarme de mi aletargamiento. Fíjese usted, su Señoría, que las actividades diarias de mi marido estaban rigurosamente planificadas de por vida: de la casa al trabajo y viceversa, se servían siempre los mismos platos -él era incapaz de testar un nuevo sabor- así como también su desempeño sexual: tal día, a tal hora, en tales condiciones y tal cantidad de veces al mes.

Así transcurría mi mísera y desesperada existencia. Era la envidia de mis amigas –como ya lo dije- y yo las envidiaba a ellas. Las sentía vivas, alegres o sufrientes, con retos que superar. Lo que me hizo deducir que a pesar de los pesares, es más enriquecedor convivir con un hombre imprevisible. Quizá más riesgoso, pero la vida es riesgo y reto. ¡Lo que me faltaba a mi y necesitaba urgentemente! Infería que mis amigas tenían más ventajas que yo, pues en caso de querer divorciarse de algunos de esos disolutos que les había tocado en suerte, podrían argumentar que el esposo le salió borracho, o parrandero, o mujeriego, o jugador. Cualesquiera de esas causales son aceptadas por el código civil y por nuestra sociedad para acabar con el sagrado vínculo. En cambio yo estaba angustiada, perdida; la causal "marido aburrido" no es motivo de divorcio ¡aunque debería serlo!, así que al tener todas en contra, no me quedó mas certidumbre que la viudez.

Es todo lo que tengo que decir, su Señoría…



Caracas, julio 2008
Ilustración sacada de la WEB.

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