06 mayo, 2007

La lectora.





Digamos que me llamo M.M –para no entrar en detalles superfluos- y soy habitué a los libreros de segunda mano. No es que prefiera comprar libros con las tapas raídas y rotos. Es que en mi condición de estudiante de Letras esos materiales me permiten efectuar algunas economías, que luego me conceden ciertos pequeños privilegios.

¿Letras?, ¡me parece un eufemismo! Estoy a punto de graduarme. Claro que en casa hubiesen preferido que invirtiera mi tiempo -y las economías familiares- en algo más productivo así como Odontología, pero eso de martirizar a los demás, aunque sea en beneficio de su salud dental me causa repulsión.

Con frecuencia doy vueltas debajo de los puentes de la ciudad o en las aceras donde los libreros de ocasión instalan sus tarantines. Voy conformando mi biblioteca con este o aquel libro raro. ¡Hasta podría encontrar algún modesto tesoro de interés! Bien sé que para escribir no se requiere estudiar literatura; para ello se requiere leer y escribir mucho. Por ahora no tengo veleidades de autor. Lo que me apasiona más es el necrofílico placer de diseccionar novelas...

En cierta ocasión que andaba en esas con la obra de Tolstoi, di con un volumen de Anna Karenina notablemente preservado por su anterior propietario. Una fina edición con tapas en piel. En la guarda anterior estampado un ex­-libris de diseño floral con figuras eróticas, con el nombre de Violeta Fagúndez en caracteres bastante rebuscados. Continué hojeando y encontré anotaciones y subrayados que llamaron mi atención. Trazos con una letra muy delicada que inmediatamente supuse femenina, hechos con pluma fuente. Un impulso me hizo decir al librero, ¡Me lo llevo! ¿Cuánto cuesta?, así sin regatear. Partí muy entusiasmado con mi reciente adquisición.

Esa tarde caminé más a prisa que de costumbre hasta llegar a casa. Subí directo a mi habitación: me zafé la chaqueta, me tiré en la cama y comencé la lectura de la novela. Cada subrayado que encontré, cada anotación, la comparé con aquellas que tenía en mis apuntes escolares. Me parecieron más interesante y acertados los comentarios de la persona que había echo esos trazos. Enriquecían notablemente la perspectiva de la obra de Tolstoi, más que todas mis anotaciones. La llamada a cenar interrumpió mi lectura.

Durante la cena, compartí muy poco con el resto de la familia. Pasé la velada inmerso en mis pensamientos. ¿Serían de aquella mujer las anotaciones encontradas? ¿Acaso no podrían ser de algún otro lector -anterior o posterior- que así como yo, habría adquirido el libro quién sabe dónde y cuando? Lo que si pude sacar en claro, es que la persona que había tenido ese volumen en sus manos era inteligente, sensible, y además con bastantes conocimientos literarios.


Al finalizar me retiré a mi habitación, interesado en continuar la lectura. Me venció el sueño con la ropa puesta y a media camino de la novela. A la mañana siguiente después de bañarme y tomar café, salí para clases con mi maletín y el libro recientemente adquirido bajo el brazo. En pocos días terminé de leer la obra. Mejor dicho las anotaciones a la novela que me ocupaba. No sólo me interesó Ana –personaje central de la narración- sino que paralelamente fui creando, al amparo de una elucubración, otro personaje al cual me referiré de ahora en adelante como la lectora. Acicateado por esta idea regresé donde el librero en solicitud de otra obra de Tolstoi. No encontré lo que busca. Tuve suerte con Humillados y Ofendidos de Dostoievski. Lo abrí y allí estaban el mismo ex-libris y la misma letra al pié de las páginas. Al cabo de leer lo recientemente adquirido no pude evitar sentirme atrapado por una idea: dar con la lectora.

Nuevamente fui donde el librero –ese que está bajo el puente- pero no supo informarme consistentemente. Los únicos dos volúmenes que tenía ahora estaban en mi poder. Me indicó que los había adquirido de un lote vendido hace tiempo. No iba a cejar en mi empeño por tan poca cosa. Decidí buscar donde los libreros apiñados cerca de la plaza principal. Tampoco allí, luego de semanas de pesquisas logre nada. Indagué aquí y allá. Uno de los vendedores me dirigió a las arcadas del mercado. Tenía conocimiento que allí un bouquiniste poseía un lote de tales ejemplares. El no los había adquirido dado su alto costo y su poca demanda.

Siguiendo sus instrucciones llegué al puesto señalado y conversé con el propietario. Me confirma que efectivamente tiene un lote de libros con esa descripción. Me muestra unos cuantos títulos: Los hermanos Karamozov, Crimen y Castigo, Taras Bulba, La gaviota, Guerra y Paz y algunos otros clásicos de literatura inglesa y francesa –en su idioma original- todos adquiridos a un viejo de apellido Fagündez. Presionado por mi insistencia, quedó en buscar en sus archivos los comprobantes de la transacción. No me garantizó nada ya que la venta se había realizado años atrás. Adquirí esos cinco volúmenes antaño propiedad de la lectora y algo descorazonado, volví a casa. ¡Al menos, ya sé dónde puedo adquirir el resto de la colección! Esta posibilidad me reanimó un poco.

Esa noche me dedique a leer, tomar notas y seguir construyendo el perfil de la lectora. Con las anotaciones encontradas terminé de conformar las características anímicas que le supongo. Especialmente los subrayados me permiten inferir que ella es una mujer quizá madura -o al menos con cierta experiencia de la vida- y de un conocimiento profundo de la condición humana. Quizá una mujer que ha sufrido o que afrontó cruciales situaciones que marcaron su carácter. Padecí un sueño agitado.

Después de una semana, para dar tiempo al librero en la consecución de mi objetivo, me le presenté una tarde en busca de lo prometido. El tipo no pudo entregarme una mejor información de la que ya me había dado: ¡No, no tengo nada para usted! Cabizbajo seguí mi camino a casa. Después de infinitos ires y venires al mismo sitio, de a poco y durante meses fui adquiriendo los libros hasta agotar el lote de unos cuarenta. Releí los conocidos –pero los valoré desde una perspectiva diferente- descubrí obras que había pasado por alto, como El Capote de Chejov y terminé de dar forma al fantasma que rondaba mis noches. Ya no me cabe duda. Los volúmenes con sus anotaciones habían pertenecido a Violeta Fagúndez.

Tenía la certeza de considerarla una escritora que se habría nutrido de esos talentos para la realización de su propia obra. Pero si así era, ¿Por qué nunca se sabido de su existencia?. Este asunto llegó a obsesionarme. Indagué con mis profesores, pero no obtuve respuestas. ¿Quizá Violeta fue una escritora furtiva, que nunca llegó a publicar nada y que sólo se deleitaba con el ejercicio de escribir ?

Empecinado con la idea de encontrarla, decidí servirme de la guía telefónica y preguntar en los números de todos los Fagündez que allí aparecen. ¡Menos mal que no ocupan páginas y páginas como los Pérez! Con paciencia infinita dando unas explicaciones más o menos creíbles y después de cantidad de telefonemas, di con una chica muy atenta quien me informó que en esa casa no vive ninguna Violeta, pero que una tía abuela suya llevaba ese nombre. Al escuchar aquello se me aceleraron las pulsaciones. Tartamudeando, pregunté a mi interlocutora si podía llamarla en otra ocasión y colgué el auricular.

Lo volví a hacer días más tardes. Explíquele que trabajaba en no se cual ensayo sobre literatura rusa. Le conté lo del hallazgo de los libros y mis inferencias. La chica curiosa, accedió para encontrarnos. Pasamos toda la tarde juntos. Llevé algunos libros conmigo y se los mostré. Jamás los había visto.

Contó que ocasionalmente en su familia se habla sotto voce de una Violeta que fue una mujer bella, inteligente y culta. La combinación de esas características, no eran bien vista en la sociedad provinciana de la Caracas de 1920 donde tuvo que vivir. Por si eso no bastara era un espíritu libre que no se conformó nunca con el papel que le tocó en suerte. Despreció un matrimonio concertado y lo cambió por varios amantes. Fue renegada como la oveja negra de la familia. A su muerte -ya muy anciana- mi bisabuelo desapareció todas sus pertenencias: sus trajes, sus fotos, sus escritos, incluso sus libros.

Pero ella aún perdura, le dije. Aquí en estas finas letras su espíritu se está reivindicando. ¡Me ha motivado tanto! Es impresionante, respondió conturbada la chica ¡ Todavía después de muerta, puede ser seductora!



Caracas, octubre 2001

Ilustración: Charles Perugini. 





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