1 La polvareda.
De Carlos Alfredo, ni
rastro. Ya van para tres años, creo, que se fue tras la polvareda del general Salaverría.
-¡Me voy de esta vaina!, dijo. Ensilló a Palomo, agarró unos cuantos bártulos y
con un abrazo se despidió. Otro más que se marcha, me dije para mis adentros.
Cuántos van; en este miserable pueblo ya no queda hombre alguno. Miento,
algunos sí: Porfirio el viejo capataz y Nicolás. Al menos esos permanecen en casa y no cogieron el monte. Del
resto no sé. ¡Dios, diosito, acaba con esta matanza! Mientras: las viudas,
hermanas, hijas, sobrevivientes, agonizamos en este sitio. Con Ascensión, la
india caquetìa que me crió y que todavía me acompaña, malvivimos en el caserón; lo único
sano desde que Juvenal decidió pegarle
candela a todo. Juvenal, ¡Un peón pata en el suelo convertido en general del
liberalismo! Si no fuese por lo terrible de esta devastación, hasta risa da...
Pero que voy a saber yo de guerras y politiquerías. Sólo sé, que cada cierto
tiempo pasa por aquí una tropa abusando. Matan, saquean y queman cuanto
sembradío encuentran y siguen camino. No fusilan a nadie, porque ya no queda a
quién fusilar y sería el colmo que fusilaran a una mujer o un niño.
2 El abolengo.
La Montalbana es nuestra desde
tiempos inmemoriales. Mi madre tenía un álbum con todos los arboles
genealógicos de nuestras dos familias, desde cuando llegaron aquí los primeros
pobladores. No sé por dónde anda ese álbum, con tantos saqueos que hemos
padecido por los alzamientos, quizá hasta fue quemado. Los Montalbán Rodríguez
somos criollos blancos. El Friede viene por parte de mi madre, que es
descendiente lejana de los Welser. Los alemanes que se convirtieron en los dueños del país por allá en el S. XVI... Me llamo Ma. Luisa
Montalbán Rodríguez Friede; Marilú como cariñosamente me dicen. Mi padre don
Carlos Francisco, construyó la casa en Santa Ana de Coro cuando se casó con mamá,
pero en verdad preferimos vivir en la hacienda por allá por la serranía de San
Luís… Fue mi abuelo Alfredo, el que se
empeñó en el sembradío de caña e hizo todos los esfuerzos necesarios. Muchos
años después mi hermano –con sus lecturas- descubrió lo la industrialización
de la melaza y amplió el trapiche. Desde entonces de eso subsistimos.
3 La hacienda.
Me pierdo en peroratas. Lo que sucede se me hace incomprensible. Sobrevivo gracias a dos esclavos y una india. Reconozco que lo necesito, muy robusta no soy. -Señorita Marilú, tómese este caldito. Solícita Ascensión, nombre que le puso mi devota madre por haberla hecho bautizar el día de la Virgen, me sirve en un desportillado plato de peltre un insípido caldo de frijoles. Yo, que comía en vajilla de porcelana francesa traída de las Antillas. Yo que vestía faldas de crinolina. Una niña casamentera de familia principal, de la antiquísima ciudad de Santa Ana de Coro. Anteriormente la casa de la hacienda la ocupábamos: mi madre, mi hermano Carlos Alfredo -el primogénito- la india Ascensión, que ya estaba allí cuando nací, y yo. Doña Ma. Cristina mi madre, es una mujer pelirroja, alta y de ojos claros que delataban su ascendencia. Yo salí de tez clara, pero no heredé su hermosa cabellera. En cambio Carlos Alfredo es lo que aquí llamamos “bachaco”; moreno –quizá de tanto sol- con el pelo colorado. El se ocupa de la hacienda. Mi padre Carlos Francisco Montalbán Rodríguez, atiende todo lo referente a sus negocios de exportación desde la ciudad de Santa Ana de Coro, por consiguiente nunca está. Para m el hermano mayor fungía de figura paterna. Nuestra casa solariega está rodeada de corredores y en los terrenos aledaños, tiene árboles de cujíes, tamarindos y acacias, para mitigar la aridez del paisaje. La casa de Coro es más bonita y sus muebles más finos; además tiene en el patio una fuente de piedra. Esta es de acabados rústicos, con techos de caña brava. Tiene ventanas por los cuatro costados -para dejar entrar el frescor de la serranía- con postigos de madera...
Me pierdo en peroratas. Lo que sucede se me hace incomprensible. Sobrevivo gracias a dos esclavos y una india. Reconozco que lo necesito, muy robusta no soy. -Señorita Marilú, tómese este caldito. Solícita Ascensión, nombre que le puso mi devota madre por haberla hecho bautizar el día de la Virgen, me sirve en un desportillado plato de peltre un insípido caldo de frijoles. Yo, que comía en vajilla de porcelana francesa traída de las Antillas. Yo que vestía faldas de crinolina. Una niña casamentera de familia principal, de la antiquísima ciudad de Santa Ana de Coro. Anteriormente la casa de la hacienda la ocupábamos: mi madre, mi hermano Carlos Alfredo -el primogénito- la india Ascensión, que ya estaba allí cuando nací, y yo. Doña Ma. Cristina mi madre, es una mujer pelirroja, alta y de ojos claros que delataban su ascendencia. Yo salí de tez clara, pero no heredé su hermosa cabellera. En cambio Carlos Alfredo es lo que aquí llamamos “bachaco”; moreno –quizá de tanto sol- con el pelo colorado. El se ocupa de la hacienda. Mi padre Carlos Francisco Montalbán Rodríguez, atiende todo lo referente a sus negocios de exportación desde la ciudad de Santa Ana de Coro, por consiguiente nunca está. Para m el hermano mayor fungía de figura paterna. Nuestra casa solariega está rodeada de corredores y en los terrenos aledaños, tiene árboles de cujíes, tamarindos y acacias, para mitigar la aridez del paisaje. La casa de Coro es más bonita y sus muebles más finos; además tiene en el patio una fuente de piedra. Esta es de acabados rústicos, con techos de caña brava. Tiene ventanas por los cuatro costados -para dejar entrar el frescor de la serranía- con postigos de madera...
Pocas eran mis salidas a la capital y pocas personas conocí fuera de mi cerrado entorno. Muy de vez en cuando intercambiaba algunas palabras con Porfirio y su mujer Jacinta, que atendía la cocina familiar. Como a un kilómetro de distancia está el trapiche y un potrero. La peonada, en su mayoría remanente de negros esclavos, viven en barracas aparte. Esa era la gente que yo frecuentaba en La Montalbana; allí pasé la mayor parte de mi vida… La hacienda producía caña y más caña que convertida en melaza en el trapiche, se exportaba a las Antillas holandesas. Nuestra buena posición económica nos permitió ascender en la sociedad y tener voz y voto en las decisiones que se tomaban. Mi madre me enseñó las primeras letras y por supuesto el catecismo, igual que a Ascensión que fue criada en la casa y era prácticamente mi servidorra.
Mi infancia fue muy feliz, rodeada de la naturaleza, atendida con mimos y sin carencias. Cuando llegué a la edad de merecer hice un viaje con mi mamá a la ciudad de Coro. En esa oportunidad adquirimos, trajes, calzados y todo lo que amerita una niña de sociedad como yo. Mi padre no reparó en gastos y hasta me hizo traer –con esos barcos que llegaban al puerto de La Vela- mantillas españolas. Tuve la oportunidad de conocer a dos primas lejanas de mi madre; las Ziegler unas viejas ricachonas que viven en una casa de cuatro ventanas, acompañadas de una chica recogida que las atiende. Las primas, conservaron la tradición de hablar entre ellas en alemán.
4 El pianista.
A Juan Carlos lo conocí
en una velada cultural, en casa de las primas de mi madre. Fue
todo un acontecimiento en la ciudad y meses de preparación para nuestra asistencia. Mi madre y yo hicimos los preparativos para el viaje en carruaje. En esta ocasión también nos acompañó Carlos Alfredo. Recuerdo vivamente la emoción que sentí, cuando dejamos el largo camino de polvo que sale de la casona de la hacienda hasta la ruta vecinal. Era una madrugada calurosa de abril mas todas las incomodidades del clima y la larga travesía del camino no lograron desanimarme. No me ocupaba de ver el árido paisaje que nos rodeaba, mi mente se ocupaba de elucubrar sobre el próximo acontecimiento... Llegamos a la ciudad al atardecer. Sus calles de empedrados; las casas lechadas, con sus grandes ventanales y portones abiertos que permitían ver los zaguanes, por donde se filtraba el aire. Mi alegría fue mayor cuando mi padre nos recibió en la casa donde nos acomodamos. Ésta queda diagonal a la Iglesia de San Clemente, con su pequeña placita sembrada de acacias cargadas de vainas que suenan al ritmo del viento. Desgraciadamente esas mismas calles y casa serán destruidas por la guerra... El evento al cual fuimos invitadas se celebró dos días después de nuestro arribo. Las Ziegler, aprovecharon la oportunidad que les deparaba un barco que ocasionalmente toco en el puerto. En el venía una cantante alemana de
ópera, rumbo a Colombia. A la soprano la acompañaba un joven pianista Juan Carlos Figueredo, músico portugués que comenzaba a destacar en los círculos culturales
europeos. Cuando nos conocimos yo tenía unos diecisiete años y Juan Carlos andaría por los veinte y tantos.
todo un acontecimiento en la ciudad y meses de preparación para nuestra asistencia. Mi madre y yo hicimos los preparativos para el viaje en carruaje. En esta ocasión también nos acompañó Carlos Alfredo. Recuerdo vivamente la emoción que sentí, cuando dejamos el largo camino de polvo que sale de la casona de la hacienda hasta la ruta vecinal. Era una madrugada calurosa de abril mas todas las incomodidades del clima y la larga travesía del camino no lograron desanimarme. No me ocupaba de ver el árido paisaje que nos rodeaba, mi mente se ocupaba de elucubrar sobre el próximo acontecimiento... Llegamos a la ciudad al atardecer. Sus calles de empedrados; las casas lechadas, con sus grandes ventanales y portones abiertos que permitían ver los zaguanes, por donde se filtraba el aire. Mi alegría fue mayor cuando mi padre nos recibió en la casa donde nos acomodamos. Ésta queda diagonal a la Iglesia de San Clemente, con su pequeña placita sembrada de acacias cargadas de vainas que suenan al ritmo del viento. Desgraciadamente esas mismas calles y casa serán destruidas por la guerra... El evento al cual fuimos invitadas se celebró dos días después de nuestro arribo. Las Ziegler, aprovecharon la oportunidad que les deparaba un barco que ocasionalmente toco en el puerto. En el venía una cantante alemana de
ópera, rumbo a Colombia. A la soprano la acompañaba un joven pianista Juan Carlos Figueredo, músico portugués que comenzaba a destacar en los círculos culturales
europeos. Cuando nos conocimos yo tenía unos diecisiete años y Juan Carlos andaría por los veinte y tantos.
Esa tarde musical, intercambiamos conversaciones y yo joven e
inexperta, quedé prendada de tan culto y delicado caballero. Mucho rogué y
lloré para que mis padres me permitieran ir con las primas Ziegler a despedir
el paquebote. Nunca había estado tan cera del mar como en esa ocasión. Subimos
al barco; tomamos el té con los invitados de la primas. Juan Carlos prometió escribirme y lo hizo por un tiempo. Ese intercambio
epistolar avivó en mí una pasión que desconocía. Todo se diluyó en papeles que se fueron
amarillando al correr del tiempo... Permanecimos un mes en la casa de Coro
antes de regresar a la hacienda.
5 Juvenal.
Entre la peonada un
chico esbelto y fortachón era el encargado de buscar las vituallas que se
consumían mensualmente en la casa de la hacienda. Se llamaba Juvenal Nadie,
porque nadie conocía de dónde había llegado, ni quién era su madre, de allí su
apellido. En la sociedad en que vivimos, las castas están muy bien
compartimentadas. Como ya dije, nosotros somos blancos criollos, descendientes
de españoles. Juvenal es un pardo, específicamente zambo; mezcla de indio y
negro. Sabía leer, escribir y sacar, cuentas rudimentariamente por lo que
gozaba del privilegio de hacer las compras. Una vez por mes, salía temprano en
un carromato tirado por un caballo y llegaba al anochecer, cargado con las
provisiones para la casa. No le estaba
permitido pasar más allá de la cocina y sólo se entendía con Juliana quien le
ordenaba los mandados. Ella lo trataba con cierta deferencia: le servía el café
mañanero, o lo hacía comer de lo que quedaba del día anterior. Las malas lenguas decían que Juvenal era hijo
de Juliana con un indio. Tendría más o menos mi misma edad, o quizá un poco
mayor. En una oportunidad Carlos Alfredo tuvo un altercado con Juvenal, una
tarde que venía del mercado. Parece ser que mi hermano ordenó algo al muchacho
y este no atendió la voz del amo. Cuando Carlos Alfredo llegó a la casa hizo
venir a Porfirio. –Me le das unos buenos azotes a ese desgraciado de Juvenal,
para que aprenda. No pude constatar si la orden fue cumplida, lo que sí vi es
que días después Juvenal anduvo caminando inclinado. Juvenal Nadie, fue
creciendo en la hacienda tal como yo. Con el correr del tiempo y al envejecer
Porfirio, asumió muchas de las funciones del capataz, a pesar de no llevarse
bien con mi hermano y siempre alimentar el rencor por la vejación a la cual fue
sometido.
6 Mister Murray.
La
situación en el país estaba empeorando cada vez más. Aún no nos reponíamos de
la cruenta guerra de independencia que asoló Venezuela, cuando ya se estaba armando
otro zafarrancho. Las noticias llegaban tardíamente a la hacienda, así que
factiblemente eso que nos llegaba ya hubiese pasado hace meses y estuviera sucediendo
otra situación peor. Decían que los Monagas, estaban liberando a los esclavos y
eran muchos los cimarrones que ya habían agarrado el monte. Yo andaba ya por
los veintidos años. La situación familiar se vio afectada por todo esto. Papá
terminó suicidándose por la quiebra de sus negocios. Cuentan que se dio un tiro
y dejó los papeles de las deudas acumuladas, para su hijo. Cuando las mujeres
de la casa nos enteramos ya había pasado meses del terrible suceso. Aún así,
siendo prácticamente un extraño para mí, su muerte me afectó y mamá empeoró de
salud. Carlos Alfredo, ahora él legítimo
heredero, podía hacer lo que se le viniera en gana, con todo lo que quedó, es
decir La Montalbana y nosotras. Cada día estaba más parecido a papá en físico
y carácter. Nunca se le conoció mujer,
aunque a veces se desaparecía por semanas. Todos comentaban sottovoce, que se iba en barquichuelo
con los pescadores, para las cercanas islas de Aruba o Curazao; a farrear,
jugar en los casinos y cazar mujeres de mal vivir. Debe ser cierto, porque
luego llegaba cargado de libros, revistas extranjeras y chocolatines. En una
ocasión se le ocurrió traer a casa, un agrónomo inglés que conoció en el puerto de
La Vela. Tuvimos que alojarlo en la casa. A duras penas Carlos Alfredo y él se
entendían. Nunca comprendí cómo este caballero se le ocurrió venir a este fin
de mundo, donde sólo hay cardones y chivos. Fue instalado en el cuarto que era
de mi madre. A ella hubo que acomodarle una habitación más aireada y cercana a
Ascensión para ser atendida por las noches. Entre las habitaciones de mamá y la
mía, hay una salita común que en una época, fue el costurero de mamá y donde
nos reuníamos en las tardes, a bordar y merendar. La misma sirvió luego, para
otros propósitos más pecaminosos.
7 El amor.
Las
mañanas las empelaba mister Murray en recorrer los terrenos con Carlos Alfredo,
Mi testarudo hermano, decía que este insurrección pasaría, como tantas otras,
así estudiaba la posibilidad de convertir la hacienda en un sembradío de cafetales.
Las cenas las hacíamos en familia, con el invitado. El mister, parecía un tipo
conocedor de su profesión. Era de Bristol: rubio, alto de claros, aseado y
cortés. Graduado de su prestigiosa universidad, tenía varios años dando vueltas
por el mundo. Me pareció un personaje más aventurero que profesional del agro. Hablaba
un pésimo español, pero se hacía entender mediante dibujos. Rápidamente se
acostumbraba a los cambios de clima y comidas. Terminó por degustar nuestras
arepas. En las noches frescas sacábamos sillas mecedoras al corredor y allí en
tertulia, escuchar el canto de cigarras
y grillos. Mister Murray fumaba su pipa. En verdad no me desagrada el inglés.
En mi esfuerzo por comunicarme con él me serví de un diccionario alemán-español
que tenía mamá. Ahora veo que el asunto le debió parecer muy divertido, porque
me siguió la corriente y poco apoco fuimos intimando, a escondidas del resto de
los habitantes de la casa. Para ese entonces, mamá enfermó de gravedad y
terminó muriendo de malaria. La pobre llegó un momento que sin fuerzas, casi ni
comía. Carlos Alfredo mandó por el único médico que existía en la ciudad y
resultó que se lo habían llevado los insurrectos para atender a sus heridos.
Sin más recursos, tuvimos que dejar que la india Ascensión aliviara el malestar
de mamá con sus brebajes y sahumerios. Igual terminó muriendo. Se hizo un
precario funeral en la iglesia de San Ildefonso y allí en un nicho, pusimos los
restos de mi madre... Carlos Alfredo, que la adoraba, se volvió más taciturno.
Perdió interés en la hacienda y engavetó sus sueños cafetaleros. La mitad de
los esclavos habían escapado al monte y ya no quedaba mucho que hacer. Por esa
misma situación, el barco que debía llevar a mister Murray de vuelta a su país
no termina de llegar, así que su estadía se
prolongó varios meses. La amistad de mister Murray me ayudó a
sobrellevar la pena y el tedio.
Las
calurosas noches invitaban a dormir al descampado. Para ese entonces, nos
tratábamos de Peter y Marilú. Peter había aprendido a dormir en hamaca desde su
estadía en Angola. Yo aprendí de Ascensión, así que una noche de esas en que
Carlos Alfredo se desaparecía, tuvimos la osadía de sacara las hamacas la
corredor. Hacía calor, había luna y su reflejo iluminaba el techo de la casa.
Peter ató las hamacas a las alcayatas, encendió su pipa y se recostó. Hice lo
propio en la mía. Sentía el aroma de su pipa, entre adormecida y despierta.
Alguien mecía mi hamaca. Abrí los ojos y a mi lado estaba parado él, desnudo.
Lo tomé de la mano y lo atraje hacia mí. Peter me desvistió cuidadosamente.
Luego me beso, acarició pechos y vientre. Arrodillado su rostro se perdió en mi
pubis. Jamás había sentido yo tanto goce. Algo que no conocía y me gustó. Le hice
espacio en la hamaca y se tendió a mi lado. Tomó mi mano y la llevó a su falo,
que enchido y turgente se dejaba acariciar. Nos acoplamos y con suavidad
penetró en mis cavidades. La hamaca imprimía nuestro ritmo. El frenesí llegó
para ambos. Luego, entre abrazos y caricias reposamos. Nos incorporamos al
sentir el crujido de una rama. Oteamos alrededor pero no logramos ver con
claridad. Una sombra sigilosa corrió al descampado. ¡Juvenal!, dije para mis
adentros.
8 El saqueo.
8 El saqueo.
Peter
finalmente dejó la hacienda. La partida se hizo imperiosa. Sus recomendaciones
profesionales fueron letra muerta. En los albores de una guerra civil Peter nos
abandonó, no sin antes declararme su amor y prometer que me mandaría a buscar. ¡Cuantos
encuentros amoroso tuvimos en la salita de costura!... Cuando la guerra
recrudeció ya no quedaba nadie que trabajara la tierra. La noche que los negros
se alzaron, fue terrorífica. Los tambores batieron toda la noche. Bebían ron y
escandalizaban; el poco ganado que nos quedaba fue hecho barbacoa. Al que no se
quería unir a la desbandada, lo pasaban a cuchillo. Con Ascensión nos encerraron en una habitación desde donde escuchamos
la algarabía. Carlos Alfredo, se les enfrentó. – ¡Desgraciados, llévense lo que
les de la gana. Eso es pa´ lo único que sirven!, le gritó a la turba. Voltearon
todo patas arriba. Salieron finalmente al amanecer, cargando con muebles,
cuadros, vajillas y otros enseres. De allí en adelante, los cañaverales se
secaron y prácticamente vivimos del huerto que sembramos. De los hombres de la
servidumbre, sólo quedan Porfirio, Juvenal y un niño de aproximadamente nueve
años, que apareció sólo y hambriento llamado Nicolás y a quien acogimos.
Ascensión se ocupaba de ordeñar una cabra y cuidar las cuatro gallinas que no
nos comimos para poder usar los huevos. A Palomo lo dejaron quizá por ser muy blanco y llamativo, no así el
resto de los caballos... Juvenal a veces desparecía y luego al regresar, traía
las noticias de la ciudad, de los caseríos. Dicen ique es la guerra de Zamora.
-¿Quién es ese? preguntó Carlos Alfredo. –No sé, pero Santa Ana etá incendiá. –Mejó
se van de aquí, dijo el viejo Porfirio. -¿Para dónde?, le respondí.
9 La guerra.
-De
aquí miso salió general Juan Crisóstomo Falcón, el hijo de José Ildefonso y
Josefa, los recuerdas, de Jadacaquiva. Así conversaban en la sobremesa los
hermanos Montalbán-Rodríguez, después de la frugal comida: -¿De qué se trata
todo esto? –Una guerra contra nosotros
los godos terratenientes y que para emparejarnos a todos, –Aquí no va a quedar
nadie para emparejar, le respondí. –Niña Marilú, no imagino hasta ónde
aguantaremos, metió baza Ascensión. –Yo no me muevo. Venga quien venga. Con los
meses la tensión entre los escasos huéspedes de la casa se agudizó. Carlos
Alfredo y Juvenal se lo pasaban en una sola pelea. No había control sobre el
zambo, que ya se consideraba dueño de lo poco que quedaba. Yo evitaba dirigirle
la palabra. Me miraba como si supiera de mi aventura con mister Murray, la
noche de luna. O sería yo, que me sentía culpable y le atribuía ese poder.
Teníamos un poco de paz, cuando él agarraba el monte. Se perdía por días y
días. De pronto apareció a media-noche. Todos dormíamos, o eso supuso Juvenal. Entró
a mi habitación por la ventana que da al corredor, sigilosamente se acercó a mi
lecho y sorpresivamente me agarró los pechos. –Vamo jacé lo mismo que con el
mister, Sobresaltada comencé a dar gritar y forcejear. Me tapo la boca con una
de sus manazas, mientras con la otra trataba de dominarme. Logré incorporarme y
correr hasta el agamanil. Alcancé a tirarle la jarra que le dio en la
cabeza. A los gritos y el escándalo, se
presentó Carlos Alfredo que blandía un machete. Lanzo varias fintas al agresor,
pero éste logró esquivarlas. Juvenal salió por el mismo sitio por donde vino y
cayo al jardín, desapareciendo en la oscuridad. Luego de este suceso, varias semanas
después, comenzó un terrible incendio en el pajonal donde anteriormente hubo
caña. El trapiche ardía y un fuerte olor a azúcar quemada invadió el ambiente. –Esto
es asunto de Juvenal, dijo mi hermano. Lo más que logramos hacer fue proteger
la vieja casona. El resto quedó reducido
a cenizas. Un buen día me dijo Carlos Alfredo, -Me voy de esta vaina. Ensilló a
Palomo, agarró unos cuantos bártulos y con un abrazo se despidió.
10 Las noticias.
10 Las noticias.
De
cuando en cuando Nicolasito, traía una que otra noticia de la guerra. El muchacho
deambulaba montes y caseríos vecinos. Regresaba al atardecer y contaba lo
escuchado. Así fue como me enteré que el muérgano de Juvenal, era ahora
general. Casi que me carcajeo. -¡Carajo! Aquí cualquier mierda llega a general.
–Niña Marilú, que dice. La pobre y agotada vieja Ascensión, levantó la voz para
parar mis maldiciones. Cuatro años han pasado de guerra. Una tras otra, tocó
enterrar a la negra Juliana y a Ascensión en los terrenos de la hacienda,
debajo de un tamarindo. Un domingo se apareció en La Montalbana, Gertrudis, la
chica de compañía de las primas Ziegler.
Nos contó todos los pormenores del saqueo y la matanza, en la cual murieron.
Ella anduvo escondiéndose por meses hasta que logró llegar a casa. Venía
cargando con una bolsita llena de morocotas, que logró salvar. Porfirio ya no
trabaja, está muy viejo y ciego. Nos sirve de compañía a Gertrudis y a mí.
Nicolasito ya más crecido, desapareció en una de esas idas a los pueblos.
Presumimos que estaría peleando en algún lugar. Después de casi un año, apareció tocando la campana del portón.
–Vaya sorpresa, entra. Lo abracé. Nos trajo muchas noticias, como era su costumbre.
–Estuve en la guerra. Vide cosas malas. Traigo noticias de don Carlos Alfredo y
Juvenal. Murieron en Buchivacoa, se toparon frente a frente en plena refriega.
Me dio mucho pesar no haber podido volver a ver mi hermano con vida, ni
enterrarlo como merecía aquí en sus tierras. Seguramente su cadáver y el de Juvenal, terminaron en una fosa común; juntos después de tantas desaveniencias. Nicolás se quedó a vivir con
nosotros. Como no sabíamos de donde provenía, le puse nuestros apellidos y lo
traté como un hijo. Con el tiempo nos tocó enterrar también al viejo Porfirio
al lado de su negra. Nicolás hizo un cercado alrededor del tamarindo con tablas
blancas y pusimos cruces a todos los que allí descansan.
11
La sorpresa.
Poco
a poco la vida fue floreciendo en la hacienda. Estamos a finales de 1863, la
terrible guerra ha llegado a su fin. Convivo con Gertudis y Nicolás. Además de
trabajar en la casa, los instruyo y enseño; así como hicieron conmigo. Los
campos han florecido por sí solos. No hemos podido sembrar nada, todavía.
Sorpresivamente una mañana, atiendo la llamada al portón y un señor me entrega
una encomienda. Me emocioné al ver el remitente. Con tantos sucesos ya había
olvidado a mister Murray. Rasgué el sobre y leí:
Querida Marilú, después
de tanto tiempo, espero que esta carta esté en tus manos. Llego a Caracas el 8
de diciembre. Deseo que pasemos navidades juntos. Tengo muchos proyectos que no
dudo compartirás conmigo. Anhelo verte.
Tuyo,Peter.
Bristol, a 11 de setiembre de 1863
P.D. Viste, aprendí español...El amor todo lo puede.
P.D. Viste, aprendí español...El amor todo lo puede.
- FIN -
Caracas. mayo
2014.
Ilustración de la web. F. Oller.