Cuando
vivíamos en la casa grande de la parroquia San José, era una niña grande.
Recuerdo que para ayudar con los quehaceres de la casa venía una muchacha
barloventeña, llamada Zenobia. Era de contextura fuerte, buenamoza, con las
greñas bien atadas hacia atrás, piel lustrosa -donde contrastaba el talón blanco- perfumada a jabón de coco y
vestida coloridamente.
Zenobia,
asistía a mamá en muchas cosas: lavaba, planchaba, barría el patio... Al
llegar lo primero que hacía era cambiar los zapatos por unas alpargatas,
enfundarse un delantal blanco y montar el café. Entonces, la casa se ponía
olorocita a cafecito recién colado a la usanza tradicional: mediante un liencillo. Aún
adormecida, ya sabía que la casa despertaba y que la hermosa Zenobia había
llegado. Todos disfrutábamos ese rico néctar que caliente nos esperaba en la
cocina para ser servido por Zenobia... A mí me tocaba tomarlo con leche, porque
según decían: muchacho no debe tomar café negro.
Caracas, julio 2012
Ilustración tomada de la web.